domingo, 18 de julio de 2010

NO LLORES POR TI, ARGENTINA


Estuve haciendo un cálculo y su resultado me sorprendió. Multipliqué los días que, a lo largo de mis casi 37 años de sacerdocio, he estado en la Argentina (así dicen ellos) y, día más día menos, caí en la cuenta de que he vivido en ella un montón de tiempo: casi tres años. Lo cual significa que conozco a los argentinos y a las argentinas, como se dice ahora, y puedo afirmar claramente esto: la ley que acaba de aprobar el gobierno, por la que se equiparan las uniones homosexuales con el matrimonio (el único, el que el diccionario de la RAE define como “unión de hombre y mujer” y no me vengan con historias) es, además de un disparate antropológico, social y legal, por lo menos, una gravísima ofensa a la mujer argentina.

En estos años de los que hablaba, he estado en Buenos Aires, en La Pampa, en Entre Ríos, en Córdoba, en la Patagonia, en Mendoza, en Santa Fe y probablemente en otros lugares que ahora no recuerdo. En todas partes, viniendo como vengo de esta orilla oriental del Uruguay, donde la familia cruje desde que en 1907 fue aprobada la ley del divorcio -¡qué triste orgullo: fuimos el primer país de América en legalizarlo!- cuando voy a la Argentina me invade una deliciosa alegría. Es que un sábado o un domingo de tarde, es normal encontrar por las calles de cualquier ciudad familias de cuatro, o cinco y más hijos, disfrutando con sus padres de un paseo en auto o caminando.

He hablado con muchas mamás, en esas ciudades y también en el verano, en Punta del Este, cuando llegan, dicen, a descansar unos días. Le llaman descanso al cambio de escenario habitual, porque sus hijos siguen reclamando TODO de sus madres y, además, les parece buenísimo plan invitar a algunos amigos y amigas a pasar con ellos unos días… Y las madres tienen que decir que sí.

Las madres argentinas no digo que merecen un monumento, porque me parecería un pobre homenaje: deberíamos besar donde pisan. Porque, ¿cómo corresponder a las incontables mamás que, teniendo ya 5 o 6 hijos, te hablan con una enorme ilusión -¡lo he oído mil veces!- del que están esperando o el que están deseando aún que llegue? ¿Cómo agradecerles ese desvivirse, literalmente, para atender su casa, su esposo, sus hijos? ¿Cómo darles las gracias por ese permanente olvido de sí mismas, y por su buen humor y por su optimismo y por su contagiosa alegría? Porque así son las madres argentinas. Si todavía quedan hombres y mujeres que piensan como deben, es porque han tenido una madre -¡ché, vieja!- que se los ha enseñado.

Por eso me parece una flagrante injusticia, de las que claman al cielo, que a partir de ahora el código civil argentino no hable del matrimonio como institución que forman un hombre y una mujer, sino que se refiera a “los contrayentes”. ¿Tan ciegos están los gobernantes, que no caen en la cuenta de que “Mujer” debería escribirse siempre con mayúscula? ¿No ven que son las madres de su país las que merecen el mayor de los respetos, la más grande consideración, el más profundo de los agradecimientos?

El tema da para mucho más, también por lo que el precedente argentino influirá en nuestro país. (Ahora mismo, los legisladores tienen entre manos la aprobación del divorcio, también por la sola voluntad del hombre, faltaría más, puesto que por la sola voluntad de la mujer está vigente desde 1913). En todo caso, nadie dude de que, en ambas orillas del Plata, serán las Mujeres quienes, a pesar de todo, sabrán conservar un tenaz sentido del futuro.
(Foto de familia, que muestro con orgullo: de izda. a derecha, mis primos Lucía, Joselo, Magdalena, Luis Felipe, Inés, Cecilia y Bernardo Fuentes Pareja, hijos de José Luis Fuentes Pareja y Graziella Pareja Guani, orientales de ley).

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