sábado, 30 de mayo de 2009

LOS CAMINOS DE DIOS


Este relato de mi amigo Lincoln Maiztegui, uno de los grandes periodistas uruguayos, lo rescaté ayer de mi fichero, mientras preparaba una de las meditaciones del retiro que estaba predicando. Me parece tan bueno y aleccionador –estamos de Misión en toda América, ¿no?- que aquí va, con los mejores deseos de imitación.

Corrían mis primeros días en la Texas A&M University de Collage Station (en la foto). Y andaba literalmente como perro en cancha de bochas. Me perdía continuamente: para ir al restaurante, para llegar al edificio donde daba clases, para encontrar la Contaduría, etc. Un campus universitario en los Estados Unidos es una suerte de laberinto inmenso, atravesado de caminos que se cruzan y que casi siempre te llevan a donde uno no quiere ir. Aquella mañana fría y soleada de invierno necesitaba obtener un libro de la biblioteca y, por supuesto, me perdí. Paré al primer estudiante que pasó a mi lado, un chico muy joven –no parecía tener más de 17 años-, bajo, muy rubio y de ojos azules. “Perdona ¿me puedes indicar el camino para llegar a la Evans Library?”.
“Por supuesto” – respondió, con la natural amabilidad de los estudiantes tejanos hacia los docentes. “Si me permite, lo acompaño”. Le dije que no se molestara, pero él insistió y comenzamos a caminar juntos y a charlar. Me preguntó de dónde venía y qué clases impartía en la Universidad, y yo me interesé por la disciplina que estaba estudiando.
En un plano más personal, me dijo que él era de religión metodista, y que su proyecto de vida era, una vez terminados sus estudios, viajar a algún país de América Latina como misionero. Yo le respondí que era católico, pero que cumplía bastante mal con mis obligaciones religiosas: de hecho, hacía tres o cuatro domingos que no iba a Misa. Yante mi sorpresa, su actitud cambió de forma abrupta. Sin perder la corrección, pero con tono firme, casi airado, me soltó: “Perdone, pero me resulta increíble que un hombre tan inteligente como usted no haya comprendido todavía que no hay nada más importante en la vida que cumplir con Dios. Yo no soy católico, pero si su religión le dice que tiene que ir a misa, (dijo: “to the church”) los domingos, debe hacerlo, y no hay pretexto válido para ese incumplimiento”.
Casi me caigo de espaldas; antes de enojarme por aquella intromisión, lo miré a los ojos, y me sostuvo la mirada con serenidad: no percibí en él rastro alguno de ese fanatismo religioso que me resulta tan desagradable; vi solamente sinceridad y un profundo convencimiento racional. Como una ráfaga, pasó por mi cabeza un lejanísimo eco de la voz de mi madre, que muchas veces me dijo en esencia exactamente lo mismo que aquel jovencito protestante. Sonreí, le dije “gracias”, y un poco incómodo, me alejé de él en cuanto vi el edificio de la biblioteca.
El domingo siguiente me levanté temprano y fui, por primera vez en EE.UU., a misa. Y quedé más convencido que nunca de que los caminos de Dios son, a veces, insólitos e inesperados.

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