miércoles, 14 de octubre de 2009

VASIJA DE BARRO (2)


Tal era el primer obstáculo que me impedía convertir en costumbre ese examen de pocos minutos. La segunda dificultad provino de este especioso y viejo pretexto: “muy ocupado”. Estuviera haciendo lo que fuera, antes de la comida del mediodía, ya se tratara de una visita parroquial, ya de un trabajo de oficina, ya de cualquier visita, siempre me parecía imposible deshacerme de ello hasta la misma hora de comer. El Angelus iba a sonar enseguida. Y ¿dónde encontrar tiempo para el examen? Se arregló esto por sí solo al venirme la idea (gracias, Dios mío) de retardar quince minutos la comida y, entonces, pasar a la iglesia esos quince minutos antes de sentarme a la mesa. ¡Fue tan sencillo y tan fácil! Ahora, mi trabajo de la mañana lo tengo ordenado de tal modo que no termino a las doce, sino a las doce menos cuarto. Es sorprendente comprobar cómo el visitante más contumaz se retira de muy buena gana, al decirle: “Tengo ahora que ir a la iglesia”; se va menos descontento, estoy seguro, que si me excusara con la comida.
“¡Muy ocupado!” Esta escapatoria no la he logrado eliminar por completo. Una y otra vez tengo que hacer de esto el tema para mi examen. ¿Muy ocupado para quedar libre de mi primera, de mi única obligación que es esta de santificarme a mí mismo? ¿Es que perderían algo los feligreses si ocupara mi tiempo en hacerme un sacerdote mejor? Estoy metido hasta el cuello en reuniones, proyectos y actividades. Todas las noches está encendida la luz del salón parroquial. Tengo movilizados a todos los miembros de la parroquia, excepto perros y gatos. No tengo tiempo para mí mismo. Todo el mundo puede ver cómo me dedico a los feligreses, cómo me doy a ellos totalmente.
Entonces pienso en el Cura de Ars y, ¡zas!, se me derrumba el parapeto que con tanto afán había levantado para librarme del trabajo de mi propia santificación. ¿Cuántos boy scouts y cuántos campamentos de chicas tenía organizados el Cura de Ars? ¿Cuántos equipos, círculos y clubs? Quizá, si trabajase más en ser verdaderamente un buen sacerdote, un hombre de oración, de caridad, de sacrificio (por este orden), es posible que se viera más lleno mi confesonario y el comulgatorio más frecuentado, sin tener que recurrir a tantos sermones y circulares. No es que no tengan su importancia las actividades de la parroquia, sino que tengo que verlas en su perspectiva real y no permitir que el marco sea mayor que el cuadro.
Me construiré, por tanto, algunas barreras de defensa: barreras en torno al tiempo de mi meditación, de mi examen personal y de la lectura espiritual. Sobre ellas clavaré, en grandes letras, este cartel: “Prohibido pasar”, exactamente como hago para la comida y para el sueño. Antes de intentar seguir el ejemplo de san Pablo –ser todo para todos- me esforzaré en que viva en mí Cristo, y yo en Él. Es posible que haya procedido hasta ahora completamente al revés.
¡Oh, están al caer las doce y no he empezado el examen! Ni siquiera he rezado el
Veni, Sancte Spiritus! Sin embargo, quizá no haya perdido el tiempo. Aunque ya en otras ocasiones he pensado estas mismas cosas, por una vez más no pasará nada: tengo una cabeza tan dura, tan terriblemente dura…

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