En este Año sacerdotal, la petición a la Virgen por las vocaciones sacerdotales es una intención prioritaria. Y, mientras rogamos con fe por ellas, vale la pena meditar en cómo deben ser formados los sacerdotes que llegarán.
Monseñor Jean-Louis Bruguèt, O.P. tiene títulos sobrados para que se le preste atención en este tema. Tiene 66 años y fue formado en Ciencias Económicas, Derecho y Ciencias Políticas, antes de obtener el doctorado en Teología. Ha publicado varios libros y numerosos artículos. Enseñó Teología Moral en Toulouse y en la Universidad de Friburgo. Ha sido miembro de la Comisión Teológica Internacional y del Comité Nacional Consultivo de Ética en Francia. En el año 2000 fue nombrado Obispo de Angers y, en 2007, designado Secretario de la Congregación para la Educación Católica, de la que dependen los seminarios.
El 3 de junio pasado, L’Osservatore Romano publicó el discurso que dio Monseñor Bruguèt, hace pocos meses, a los rectores de los seminarios pontificios. Bajo el título FORMACION PARA EL SACERDOCIO: ENTRE EL SECULARISMO Y LOS MODELOS DE IGLESIA, el Arzobispo Bruguèt desarrolló con encomiable claridad las líneas maestras que hay que seguir en la formación de los futuros sacerdotes. Ofrezco el texto, que no es largo, en dos entregas.
Siempre es arriesgado explicar una situación social a partir de una sola interpretación. Sin embargo, algunas claves abren más puertas que otras. Desde hace mucho estoy convencido del hecho que la secularización se ha convertido en una palabra-clave para pensar hoy a nuestras sociedades, pero también a nuestra Iglesia.
La secularización representa un proceso histórico muy antiguo, porque nació en Francia a mitad del siglo XVIII, antes de extenderse al conjunto de las sociedades modernas. Sin embargo, la secularización de la sociedad varía mucho de un país a otro.
En Francia y en Bélgica, por ejemplo, ella tiende a desterrar de la esfera pública los signos de la pertenencia religiosa y a remitir la fe a la esfera privada. Se observa la misma tendencia, pero menos fuerte, en España, en Portugal y en Gran Bretaña. En Estados Unidos, por el contrario, la secularización se armoniza fácilmente con la expresión pública de las convicciones religiosas, lo cual hemos poder visualizarlo también con ocasión de las últimas elecciones presidenciales.
Desde hace una década a esta parte ha surgido entre los especialistas un debate muy interesante. Hasta ahora, parecía que se debía dar por descontado que la secularización a la europea constituía la regla y el modelo, mientras que la de tipo americano constituía la excepción. Pero ahora son numerosos los que -por ejemplo, Jürgen Habermas- piensan que es verdad lo opuesto y que también en la Europa post-moderna las religiones desempeñarán un nuevo rol social.
(¿Cualquier tiempo pasado fue mejor?...)
Recomenzar desde el Catecismo
Cualquiera sea la forma que haya asumido, la secularización ha provocado en nuestros países un derrumbe de la cultura cristiana. Los jóvenes que se presentan en nuestros seminarios no conocen nada o casi nada de la doctrina católica, de la historia de la Iglesia y de sus costumbres. Esta incultura generalizada nos obliga a efectuar revisiones importantes en la práctica que se ha seguido hasta ahora. Mencionaré dos.
En primer lugar, me parece indispensable prever para estos jóvenes un período -un año o más- de formación inicial, de "recuperación", de tipo catequético y cultural al mismo tiempo. Los programas pueden ser concebidos en forma diferente, en función de las necesidades específicas de cada región. Personalmente, pienso en un año entero dedicado a la asimilación del Catecismo de la Iglesia Católica, el cual está presentado en la forma de un compendio muy completo.
Esto implica, por parte de los profesores y de los formadores, la renuncia a una formación inicial signada por un espíritu crítico -como ha sido el caso de mi generación, para la cual el descubrimiento de la Biblia y de la doctrina se ha visto contaminado por un sistemático espíritu de crítica- y por la tentación de lograr una especialización demasiado precoz, precisamente porque le falta a estos jóvenes el necesario background cultural.
Permítanme confiarles algunos interrogantes que me surgen en este momento. Hay miles de motivos para querer dar a los futuros sacerdotes una formación completa y de alto nivel. Como una madre atenta, la Iglesia desea lo mejor para sus futuros sacerdotes. Por eso se han multiplicado los cursos, pero al punto de recargar los programas en una forma que me parece exagerada. Probablemente ustedes han percibido el riesgo del desaliento en muchos de vuestros seminaristas. Pregunto: ¿una perspectiva enciclopédica es adecuada para estos jóvenes que no han recibido ninguna formación cristiana de base? ¿Esta perspectiva no ha provocado quizás una fragmentación de la formación, una acumulación de cursos y una impostación excesivamente historicista? ¿Es realmente necesario, por ejemplo, dar a los jóvenes que no han aprendido jamás el catecismo una formación profunda en las ciencias humanas o en las técnicas de comunicación?
Yo aconsejaría elegir la profundidad más que la extensión, la síntesis más que los detalles, la arquitectura más que la decoración. Otras tantas razones me llevan a creer que el aprendizaje de la metafísica, en tanto obligatorio, representa la fase preliminar absolutamente indispensable para el estudio de la teología. Los que vienen a nosotros han recibido con frecuencia una sólida formación científica y técnica -lo cual es una fortuna- pero la falta de cultura general no les permite ingresar con paso decidido en la teología.
Dos generaciones, dos modelos de Iglesia
En numerosas ocasiones he hablado de las generaciones: de la mía, de la que me ha precedido y de las generaciones futuras. Ésta es, para mí, la encrucijada de la situación presente. Ciertamente, el pasaje de una generación a otra ha planteado siempre problemas de adaptación, pero lo que vivimos hoy es absolutamente peculiar.
El tema de la secularización debería ayudarnos, también aquí, a comprender mejor. Ella ha conocido una aceleración sin precedentes durante los años Sesenta. Para los hombres de mi generación, y todavía más para los que me han precedido, la mayoría de ellos nacidos y criados en un ambiente cristiano, esa aceleración ha constituido un descubrimiento esencial, la gran aventura de su existencia. Han llegado a interpretar la "apertura al mundo" invocada por el Concilio Vaticano II como una conversión a la secularización.
Así, de hecho hemos vivido, o inclusive favorecido, una auto-secularización potente en la mayor parte de las Iglesias occidentales.
Los ejemplos abundan. Los creyentes están dispuestos a comprometerse al servicio de la paz, de la justicia y de las causas humanitarias, ¿pero creen en la vida eterna? Nuestras Iglesias han llevado a cabo un esfuerzo inmenso para renovar la catequesis, ¿pero esta misma catequesis no tiende a desatender las realidades últimas? Nuestras Iglesias se han embarcado en la mayor parte de los debates éticos del momento, incitados por la opinión pública, ¿pero cuántos hablan del pecado, de la gracia y de la vida teologal? Nuestras Iglesias han desplegado felizmente tesoros ingeniosos para que los fieles participen mejor en la liturgia, ¿pero esta última no ha perdido en gran parte el sentido de lo sagrado? ¿Alguien puede negar que nuestra generación, quizás sin darse cuenta, ha soñado una "Iglesia de creyentes puros", una fe purificada de toda manifestación religiosa, poniendo en guardia contra toda manifestación de devoción popular como las procesiones, las peregrinaciones, etcétera?
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