Y tan necesario, además. Necesario, sí, si es que uno quiere tener alguna esperanza al encararse con el Juicio final. Si echo una mirada sobre mis veintitantos años de sacerdocio, me es imposible recordar un solo caso de un apóstata que dijera que él dejó la Iglesia por ser su párroco un borracho o un libertino. Pero todos los dedos de la mano no bastan para contar los ex católicos que “han tenido peleas con el sacerdote”, “una discusión con el Padre Griper”, “el cura me ha dicho que me vaya y no vuelva más”, “el cura me dijo que era una mala persona”, y así sucesivamente, con todas las variantes de sobra conocidas por los que visitan la parroquia. En muchos casos esto no son más que pretextos. Sin embargo…
Sería maravilloso, pienso, que nosotros, los sacerdotes, fuéramos considerados como una clase distinta, como “los seres más amables del mundo”. Pasaron ya aquellos tiempos en que el clero se consideraba como la corporación más sabia de la tierra. Hubo una época de materialismo e incredulidad en que se nos negaba ser el grupo más honrado el mundo. Nuestros compromisos con el espíritu del siglo hacen dudoso que podamos ahora reivindicar el campeonato del ascetismo. Pero la amabilidad… ¡tendría que sernos fácil! Debería sérnoslo, aunque jamás sea patrimonio de un grupo, sino de cada individuo.
A mi memoria viene, de pronto, el recuerdo de los funerales del Padre Félix, mientras dibujo unas cejas en esta cara que desaliñadamente ha dibujado mi lápiz. Asistí a su entierro, precisamente la semana pasada.
En casi todos los bancos pude observar ojos llorosos y narices enrojecidas; y lloraban no precisamente porque estuvieran constipados. Como conocía al Padre Félix, casi podía leer en la expresión de aquellos rostros: “Era un hombre tan amable”. Nunca lo había pensado antes, pero me di cuenta entonces de que también había asistido a otros muchos entierros de sacerdotes en que la gente, con los ojos secos, había contemplado el paso del cortejo fúnebre. Qué horrible cuadro se me representó cuando pensé por primera vez: los verdaderos hijos en Cristo del sacerdote asisten, impasible la mirada, al entierro de su padre.
¿Llorarán en mis funerales?, me pregunto al tiempo de arrancar el papel que acabo de dibujar y echarlo al cesto. No es que me produzca ahora particular placer el pensamiento de caras llorosas. Pero las lágrimas pueden ser para un juez justo una prenda de misericordia merecida por haberla tenido. ¡Qué homenaje tan maravilloso para un sacerdote si sobre su tumba se pudiera grabar, sin temor de contradicción: “Era amable”!
Pero suena la campanilla. Es Joe.
2 comentarios:
¡Tiene mucha razón en todo! Gracias por compartirlo.
Ernesto
Conozco sacerdotes uruguayos que son como los dibujan acá y me siento orgullosa de ellos. Hay otros de los otros, también y es una lástima pero la Iglesia está hecha de contrastes.
Diana, Zona 6
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