Ayer celebré Misa en Nueva York. Y, cuando volvía a mi casa caminando durante media hora larga, entendí quizás mejor que nunca que la Iglesia es infinitamente más que las noticias. Mejor aún: para encontrar a la Iglesia, y conocerla y quererla, hay que estar con quienes, precisamente, nunca son noticia.
Nueva York es un barrio muy pobre de Paysandú, en el que nunca había estado. Su nombre, según me contó una señora mayor de allí, le quedó desde hace muchos años, cuando se empezaban a levantar las primeras casitas de lata de la zona. Un líder visionario dijo entonces:
Tiene ¿cuántos años? ¿Sesenta, setenta y cuatro, ochenta?... Me cuenta que no pudo ir a Misa porque tiene deshecha la espalda, pero que ella, siempre que puede, va. Y que le parece un milagro que aparezca un Padre justo el Domingo de Ramos. Le pide entonces con toda humildad: - ¿Usted sería tan amable de entrar un momento en mi modesta casita y darnos su bendición?
La casita es una única habitación donde está la cama de matrimonio con su colcha bien puesta y, en el centro de la almohada, la Biblia. Encima de la cama, un poster del Sagrado Corazón.
Nueva York es un barrio muy pobre de Paysandú, en el que nunca había estado. Su nombre, según me contó una señora mayor de allí, le quedó desde hace muchos años, cuando se empezaban a levantar las primeras casitas de lata de la zona. Un líder visionario dijo entonces:
- Con el tiempo, donde hoy hay casas de lata habrá rascacielos, como en Nueva York.
Le erró a la profecía, le erró feo. Pero el nombre quedó, contrastado fieramente con la realidad de unas casitas pobres, con jardincitos descuidados adelante y atrás, con cantidad de niños vestidos con lo mínimo, perros por doquier, caballos sueltos y, sobre todo, hombres y mujeres envejecidos antes de tiempo, con sus manos ajadas por años de trabajo en la tierra… o en donde sea.
Pero tienen fe, y en la capilla que se construyó hace medio siglo (en la foto) y que está presidida por una imagen enorme de María Auxiliadora, ayer se encontraban apretujados, enarbolando cada uno, como un tesoro, su ramo de olivo recién bendecido.
Al terminar la Misa, mientras volvía a casa perdiéndome por las calles de Nueva York (hombres y mujeres tomando mate en la vereda –donde la hay- niños llorando, madres que gritan, un perro que se acerca con cara de malo pero no…) oigo una voz de mujer a mis espaldas:
-¡Padre, qué suerte que lo encuentro!Le erró a la profecía, le erró feo. Pero el nombre quedó, contrastado fieramente con la realidad de unas casitas pobres, con jardincitos descuidados adelante y atrás, con cantidad de niños vestidos con lo mínimo, perros por doquier, caballos sueltos y, sobre todo, hombres y mujeres envejecidos antes de tiempo, con sus manos ajadas por años de trabajo en la tierra… o en donde sea.
Pero tienen fe, y en la capilla que se construyó hace medio siglo (en la foto) y que está presidida por una imagen enorme de María Auxiliadora, ayer se encontraban apretujados, enarbolando cada uno, como un tesoro, su ramo de olivo recién bendecido.
Al terminar la Misa, mientras volvía a casa perdiéndome por las calles de Nueva York (hombres y mujeres tomando mate en la vereda –donde la hay- niños llorando, madres que gritan, un perro que se acerca con cara de malo pero no…) oigo una voz de mujer a mis espaldas:
Tiene ¿cuántos años? ¿Sesenta, setenta y cuatro, ochenta?... Me cuenta que no pudo ir a Misa porque tiene deshecha la espalda, pero que ella, siempre que puede, va. Y que le parece un milagro que aparezca un Padre justo el Domingo de Ramos. Le pide entonces con toda humildad: - ¿Usted sería tan amable de entrar un momento en mi modesta casita y darnos su bendición?
La casita es una única habitación donde está la cama de matrimonio con su colcha bien puesta y, en el centro de la almohada, la Biblia. Encima de la cama, un poster del Sagrado Corazón.
- ¡José, vení a recibir la bendición!
Su marido sale de una puertita que está a la izquierda, donde adivino un baño minúsculo. José tiene, seguro, 2000 años. Lleva un Rosario en el cuello y sonríe abiertamente. Mucho más allá de sus pocos dientes y de su piel ennegrecida, se le transparenta un alma blanquísima.
Trato de concentrarme para invocar la bendición del Cielo… y miro al suelo: hay baldosas sólo hasta la mitad del cuarto, hasta donde les dio la plata; el resto es portland. Reciben la bendición con piedad extraordinaria y la agradecen como un fantástico regalo.
Volví a mi casa contento de poder revivir, en Nueva York de Paysandú, la alegría de la entrada de Jesús en Jerusalén. A estos sanduceros neoyorkinos les traen sin cuidado los dimes y diretes periodístico-eclesiásticos; son sabios: viven de su fe enraizada en la Cruz de cada día
Trato de concentrarme para invocar la bendición del Cielo… y miro al suelo: hay baldosas sólo hasta la mitad del cuarto, hasta donde les dio la plata; el resto es portland. Reciben la bendición con piedad extraordinaria y la agradecen como un fantástico regalo.
Volví a mi casa contento de poder revivir, en Nueva York de Paysandú, la alegría de la entrada de Jesús en Jerusalén. A estos sanduceros neoyorkinos les traen sin cuidado los dimes y diretes periodístico-eclesiásticos; son sabios: viven de su fe enraizada en la Cruz de cada día
1 comentario:
Me encantó este relato, muchas gracias
Manina Köncke
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