Hace un par de semanas el correo me trajo un sobre con sellos del Vaticano, que no esperaba. Contenía un ejemplar del libro que está en la foto: una de las "100 historias en blanco y negro, contadas a todo color por sus protagonistas", era mía.
Ya me había olvidado de que, durante el Año Sacerdotal, el sitio Catholic.net había organizado un concurso de historias protagonizadas por sacerdotes y contadas por ellos, que hablaran por sí mismas de quiénes somos y qué hacemos los curas. Al concurso se presentaron casi mil de estas historias, y los organizadores seleccionaron y publicaron cien, provenientes de lugares tan exóticos como Sri Lanka... o Uruguay. Esta es la que yo envié al concurso y aparece en el libro. (Se puede adquirir en http://stores.lulu.com/100historias).
POR LAS CALLES DE MONTEVIDEO
Un día de verano cualquiera, hace un montón de años, a las tres y media de la tarde la señora Manuela salió de su casa para ir a visitar a doña Dolores, una anciana amiga suya, ciega y paralítica. En Navidad habían hablado por teléfono y la señora Manuela le había prometido que iría a verla a la residencia.
Aquella misma tarde, poco después de las cinco, yo estaba en el cruce de Instrucciones y Camino Mendoza, en Montevideo, y debía predicar un retiro a las seis cerca de los Portones de Carrasco: en otras palabras, tenía que cruzar la ciudad de punta a punta. Subí al auto y, fiado del instinto, empecé un recorrido que, desconociendo bastante el entrevero de calles, calculé que me llevaría unos tres cuartos de hora.
Aunque el calor no invitaba a salir de casa, la señora Manuela se sobrepuso y fue a tomar el ómnibus a la parada de la avenida 8 de Octubre. Su amistad con doña Dolores había empezado al poco tiempo de conocerse en el “Club de las Abuelas”, al que había ingresado después de enviudar, dos años atrás. ¡Qué buenos ratos pasan en el Club!: las abuelas juegan a las cartas, cosen, conversan de mil cosas, comparten experiencias… Doña Dolores le tiene especial cariño a Manuela, que con sus 66 años –bastantes menos que ella- nunca parece cansada y le hace favores, le ordena el cuarto y, sobre todo, la acompaña.
Hoy en día, el GPS facilita mucho llegar a destino por el camino más corto, pero entonces no se había inventado. Fui tanteando el recorrido según me parecía. Las cosas iban bien hasta que tropecé con la avenida Belloni sometida a arreglos y con carteles varios: “calle cortada”, “desvío”, “calle cerrada”… Llegó un momento en que empecé a dar vueltas casi sin orientación.
La señora Manuela alegró a doña Dolores durante casi dos horas. La puso al corriente de su familia, de la hija menor, con quien vivía, y de sus nietos. Hablaron del tiempo, de la salud, del futuro, de lo humano y de lo divino. Doña Dolores estaba realmente contenta de la visita. Se despidieron “hasta pronto”; “hasta pronto y ¡muchas gracias!”. La señora Manuela se dirigió hacia la parada para tomar el ómnibus de vuelta a su casa.
Finalmente, reencontré la avenida Belloni, varias cuadras más allá, a la altura de la parroquia “Santa Gema”. Estaba bastante impaciente porque los desvíos me harían empezar tarde al retiro. Eran las seis y cuarto cuando llegué a 8 de Octubre. Detuve la marcha. A cualquier hora, pero más a media tarde, hay que tener cuidado: primero, mirar a la izquierda y después a la derecha. Entonces… ¡no, no puede ser!... Atropellada por un ómnibus, mientras estaba en medio de la avenida, una mujer vuela por los aires y cae sobre el pavimento. Bajé del auto y corrí hasta ella. Fui el primero en llegar. De rodillas en la calle, le di la absolución. Ella hizo un leve movimiento que no pudieron ver los que enseguida se acercaron, horrorizados y seguros de que estaba muerta.
Llegué a mi destino con el corazón desbocado y, en lo más íntimo del alma, dándome cuenta de que aquella demora, aquel perderme por las calles desconocidas, había sido “previsto”con total exactitud: ni un minuto antes ni uno después, tenía que encontrarme en aquel lugar con la señora Manuela.
Días más tarde, cuando pude ponerme en contacto con su hija, lo confirmé. Supe entonces que Manuela le pedía muchas veces a Dios no sufrir en su muerte, porque no quería que los suyos sufrieran por ella. Y supe también que solía ir a la Gruta de Lourdes, para pedirle sencillamente a la Virgen: “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
Un día de verano cualquiera, hace un montón de años, a las tres y media de la tarde la señora Manuela salió de su casa para ir a visitar a doña Dolores, una anciana amiga suya, ciega y paralítica. En Navidad habían hablado por teléfono y la señora Manuela le había prometido que iría a verla a la residencia.
Aquella misma tarde, poco después de las cinco, yo estaba en el cruce de Instrucciones y Camino Mendoza, en Montevideo, y debía predicar un retiro a las seis cerca de los Portones de Carrasco: en otras palabras, tenía que cruzar la ciudad de punta a punta. Subí al auto y, fiado del instinto, empecé un recorrido que, desconociendo bastante el entrevero de calles, calculé que me llevaría unos tres cuartos de hora.
Aunque el calor no invitaba a salir de casa, la señora Manuela se sobrepuso y fue a tomar el ómnibus a la parada de la avenida 8 de Octubre. Su amistad con doña Dolores había empezado al poco tiempo de conocerse en el “Club de las Abuelas”, al que había ingresado después de enviudar, dos años atrás. ¡Qué buenos ratos pasan en el Club!: las abuelas juegan a las cartas, cosen, conversan de mil cosas, comparten experiencias… Doña Dolores le tiene especial cariño a Manuela, que con sus 66 años –bastantes menos que ella- nunca parece cansada y le hace favores, le ordena el cuarto y, sobre todo, la acompaña.
Hoy en día, el GPS facilita mucho llegar a destino por el camino más corto, pero entonces no se había inventado. Fui tanteando el recorrido según me parecía. Las cosas iban bien hasta que tropecé con la avenida Belloni sometida a arreglos y con carteles varios: “calle cortada”, “desvío”, “calle cerrada”… Llegó un momento en que empecé a dar vueltas casi sin orientación.
La señora Manuela alegró a doña Dolores durante casi dos horas. La puso al corriente de su familia, de la hija menor, con quien vivía, y de sus nietos. Hablaron del tiempo, de la salud, del futuro, de lo humano y de lo divino. Doña Dolores estaba realmente contenta de la visita. Se despidieron “hasta pronto”; “hasta pronto y ¡muchas gracias!”. La señora Manuela se dirigió hacia la parada para tomar el ómnibus de vuelta a su casa.
Finalmente, reencontré la avenida Belloni, varias cuadras más allá, a la altura de la parroquia “Santa Gema”. Estaba bastante impaciente porque los desvíos me harían empezar tarde al retiro. Eran las seis y cuarto cuando llegué a 8 de Octubre. Detuve la marcha. A cualquier hora, pero más a media tarde, hay que tener cuidado: primero, mirar a la izquierda y después a la derecha. Entonces… ¡no, no puede ser!... Atropellada por un ómnibus, mientras estaba en medio de la avenida, una mujer vuela por los aires y cae sobre el pavimento. Bajé del auto y corrí hasta ella. Fui el primero en llegar. De rodillas en la calle, le di la absolución. Ella hizo un leve movimiento que no pudieron ver los que enseguida se acercaron, horrorizados y seguros de que estaba muerta.
Llegué a mi destino con el corazón desbocado y, en lo más íntimo del alma, dándome cuenta de que aquella demora, aquel perderme por las calles desconocidas, había sido “previsto”con total exactitud: ni un minuto antes ni uno después, tenía que encontrarme en aquel lugar con la señora Manuela.
Días más tarde, cuando pude ponerme en contacto con su hija, lo confirmé. Supe entonces que Manuela le pedía muchas veces a Dios no sufrir en su muerte, porque no quería que los suyos sufrieran por ella. Y supe también que solía ir a la Gruta de Lourdes, para pedirle sencillamente a la Virgen: “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.
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