Esta mañana estuve releyendo una preciosa entrevista que Pilar Urbano le hizo a Narciso Yepes en 1988, cuando estaba en la cumbre de su fama. Reproduzco aquí algo de lo que él declaró: me ha hecho pensar... Después de leerlo, los invito a disfrutar unos minutos escuchando a Yepes, que se nos fue en 1997, con sólo 70 años: creo que ya estaba maduro para irse al Cielo.
- Narciso, dígame una cosa con toda sinceridad. ¿Qué es el triunfo para usted?
- Me pide sinceridad total, ¿no? Pues así le hablaré. Jamás me he preocupado por el éxito, ni por el triunfo, ni por el aplauso. Todo lo que me ha ido viniendo de aceptación, por parte del público o de la crítica, lo he recibido con las mismas dosis de alegría que de humildad. Yo soy humilde de cuna y creo que soy humilde de espíritu. Y en eso no pienso cambiar. Nunca me he envanecido, ni me he endiosado. El éxito no afecta al interior de mi ser. Dicho con más crudeza: mis entrañas no saben qué es la fama. Y eso es bueno. Uno sigue siempre aguijoneado por el instinto de superación. No considero jamás que en nada de lo que hago haya llegado a la cumbre.
- Pero usted trabaja con sus partituras y su guitarra para dar esa música a otros…
- Sí, ¿y qué?
- Luego,… está buscando un eco, y que le sea favorable.
- Yo recreo la música, primero, para mi gozo solitario. Y, sólo después, para darla a oír a los demás. Cuando doy un concierto, sea en un gran teatro, sea en un auditórium palaciego, o en un monasterio, o… tocando sólo para el Papa, como hice una vez en Roma para Juan Pablo II, el instante más emotivo y más feliz es ese momento de silencio que se produce antes de empezar a tocar . Entonces sé que el público y yo vamos a compartir una música, con todas sus emociones estéticas. Pero yo no sólo no busco el aplauso, sino que, cuando me lo dan, siempre me sorprende…, ¡se me olvida que, al final del concierto, viene la ovación! Y le confesaré algo más: casi siempre, para quien realmente toco es para Dios… He dicho “casi siempre” porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto puedo distraerme. El público no lo advierte. Pero Dios y yo sí.
- Y… ¿a Dios le gusta su música?
- ¡Le encanta! Más que mi música, lo que le gusta es que yo le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte…, mi trabajo. Y, además, ciertamente, tocar un instrumento lo mejor que uno sabe y ser consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado.
- Me pide sinceridad total, ¿no? Pues así le hablaré. Jamás me he preocupado por el éxito, ni por el triunfo, ni por el aplauso. Todo lo que me ha ido viniendo de aceptación, por parte del público o de la crítica, lo he recibido con las mismas dosis de alegría que de humildad. Yo soy humilde de cuna y creo que soy humilde de espíritu. Y en eso no pienso cambiar. Nunca me he envanecido, ni me he endiosado. El éxito no afecta al interior de mi ser. Dicho con más crudeza: mis entrañas no saben qué es la fama. Y eso es bueno. Uno sigue siempre aguijoneado por el instinto de superación. No considero jamás que en nada de lo que hago haya llegado a la cumbre.
- Pero usted trabaja con sus partituras y su guitarra para dar esa música a otros…
- Sí, ¿y qué?
- Luego,… está buscando un eco, y que le sea favorable.
- Yo recreo la música, primero, para mi gozo solitario. Y, sólo después, para darla a oír a los demás. Cuando doy un concierto, sea en un gran teatro, sea en un auditórium palaciego, o en un monasterio, o… tocando sólo para el Papa, como hice una vez en Roma para Juan Pablo II, el instante más emotivo y más feliz es ese momento de silencio que se produce antes de empezar a tocar . Entonces sé que el público y yo vamos a compartir una música, con todas sus emociones estéticas. Pero yo no sólo no busco el aplauso, sino que, cuando me lo dan, siempre me sorprende…, ¡se me olvida que, al final del concierto, viene la ovación! Y le confesaré algo más: casi siempre, para quien realmente toco es para Dios… He dicho “casi siempre” porque hay veces en que, por mi culpa, en pleno concierto puedo distraerme. El público no lo advierte. Pero Dios y yo sí.
- Y… ¿a Dios le gusta su música?
- ¡Le encanta! Más que mi música, lo que le gusta es que yo le dedique mi atención, mi sensibilidad, mi esfuerzo, mi arte…, mi trabajo. Y, además, ciertamente, tocar un instrumento lo mejor que uno sabe y ser consciente de la presencia de Dios, es una forma maravillosa de rezar, de orar. Lo tengo bien experimentado.
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