domingo, 19 de julio de 2009

EL APLAUSO QUE FALTÓ

Ayer tomó posesión de la diócesis de Melo su flamante obispo, Mons. Heriberto Beaudeant, en el transcurso de una Misa que, desde el principio hasta el fin, fue un enorme aplauso. Aunque faltó uno.
Cuando entró en la Catedral la procesión de monaguillos (encantadoras sotanitas rojas y sobrepellices), seguidos de los seminaristas, los diáconos, los presbíteros y los obispos, resonó el primer aplauso lleno de calor. El segundo lo recibió, al terminar de hablar, el sacerdote que dio la bienvenida a monseñor Beto en nombre de los “curas” –así dijo- de la diócesis. La religiosa que habló a continuación, representando a religiosas y consagradas, descolgó el tercero. Después tomó el micrófono una señora que, en nombre de los laicos de la diócesis, explicó que habían rezado por el nuevo obispo, aun antes de saber quién era, y con qué cariño lo recibían como Pastor que Dios les enviaba. Me arrepiento de no haber anotado sus palabras, porque salieron de su corazón con un sello de calidad sobrenatural que mereció, naturalmente, un cerrado aplauso.
Llegó el momento de la homilía, que fue el momento de monseñor Cáceres, el “obispo emérito entre los eméritos”, como él mismo se definió hace un tiempo. Lo cual es verdad, pero más lo es que monseñor Cáceres predica como ninguno: doctrina, piedad, emoción; modulación, carácter… y ninguna concesión a una vanidad que parecería justificada: no hizo ni una sola mención a sí mismo. En cambio, leyó una carta que monseñor Del Castillo –quinto aplauso- obispo emérito de la diócesis, dirigió a su querida diócesis. Al terminar la homilía citando a San Juan Crisóstomo (“Jesús, cuida a mi pueblo”, rogaba el santo cuando marchaba al destierro; “pueblo, cuida a mi Jesús”, pedía a sus fieles), enorme aplauso para monseñor Cáceres, que dirigía a todos esa petición que nos llega desde el siglo IV (y van seis).
Después llegó el momento de la lectura del decreto de Benedicto XVI con el nombramiento del nuevo obispo de Melo (séptimo aplauso), de la firma del documento y de la entrega del báculo por parte del Nuncio Apostólico, monseñor Pecorari (octavo), que a continuación dirigió unas palabras a monseñor Beto (noveno aplauso).
Si no recuerdo mal, el décimo fue para el obispo, quien al terminar la Misa agradeció a Dios y a cada uno, sin olvidar a nadie, de los que, formando parte de alguna institución o “de a pie”, por así decir, forman la Iglesia que está en los departamentos de Cerro Largo y Treinta y Tres. Digo mal: décimo y undécimo y alguno más, porque fue interrumpido mientras hablaba.
Dos horas largas duró la ceremonia. Al retirarse la procesión en el orden en que habíamos entrado, llegó el último aplauso, tan inesperado como prolongado y fuerte y emocionado y emocionante: bastaba con mirar las caras de quienes aplaudían: hombres y mujeres de tierra adentro, personas muy sencillas que expresaban así, ¡nada menos!, que la alegría de su fe.
Desde mi punto de vista, en estricta justicia faltó un aplauso: el que siempre deberíamos dar nosotros -obispos, presbíteros y diáconos- a la gente que, a pesar de tantos pesares, aplauden porque ven en nosotros a Cristo. Está claro que nunca lo haremos, más allá de las obvias razones litúrgicas; pero lo merecen con creces.
Aunque, pensándolo un poco, creo que el mejor aplauso es que trate de servir bien a cada uno.

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